Por Alicia Prieto para La Nación.
El 26 de enero de 2017 tuve la suerte de visitar las islas Malvinas. Un día inolvidable. Para poner los pies en las islas hay que mostrar el pasaporte. Sé que este hecho hace que muchos argentinos se resistan a visitarlas, pero mi alma de geógrafa no pudo resistir conocerlas. Pensé que, si desde hace 175 millones de años las islas Malvinas forman parte de una plataforma continental que terminó perteneciendo a la Argentina, no puede haber un papel que contradiga la deriva continental, la acumulación de sedimentos y creación de corteza desde el Mesozoico hasta acá. Es solo cuestión de tiempo retomar los 100 años de atraso diplomático que produjo la guerra en 1982. Una guerra que nos marcó para siempre. Tanto que no entendí que los europeos y norteamericanos que nos acompañaban no supieran de esa guerra ni comprendieran mi emoción.
Emoción que comenzó la noche anterior. Pensar que estaba en una cama confortable flotando en las mismas aguas en las que los tripulantes del Belgrano habían encontrado la muerte me desveló. Mi corazón, mis plegarias y mi conmoción estuvieron con ellos. A la mañana temprano, bajamos del barco en el que viajábamos a unos tenders que nos dejarían en tierra. La bienvenida es contundente, lo primero que se ve al llegar es un gran cartel que dice “Falkland Islands”. Inmediatamente tomamos un ómnibus hacia el cenotafio. Una guía de turismo con muchos años de vivir en las islas, pero pocos de preparación en su oficio, hacía comentarios irritantes para los argentinos. Por ejemplo, nos dijo que las islas no tenían nombre. No pude evitar aclararle que estábamos recorriendo la isla Soledad y que la otra se llama Gran Malvina, a lo que me respondió que no sabía que se llamaban así.
Traté entonces de concentrarme en el aspecto geográfico de lo que estaba viendo. El paisaje se parece a la estepa patagónica, con un relieve más accidentado, muy ondulado. Los pastos son bajos y los arbustos no superan los 20 cm, la vegetación es rala y escasa. Me alegró ver, por primera vez fuera de las fotos de los libros, los llamados ríos de piedra. Se llaman así porque son acumulaciones de rocas que forman una línea continua, como si fueran ríos sin agua. Comencé a pensar que quienes planificaron la guerra no conocían las islas: arbustos que no sirven para refugiarse, esconderse o camuflarse, suelos de escasa profundidad y vientos permanentes. ¿Lo habrían previsto? Me permito dudarlo.
Recorrimos un camino de tierra durante una hora y media, pasamos por las colinas donde se desarrollaron algunas batallas, advertí que no sabemos nada de esta guerra. Solo las fechas de inicio y finalización y los argumentos que sostienen nuestra tesis de soberanía. Mientras pensaba en la soberanía, pasamos por la base militar que alberga 2500 soldados, más de uno por habitante de las islas.
Retomé el relato de la guía cuando estábamos llegando al cementerio. Se produjo un silencio. Un caminito de piedras lleva al lugar donde se encuentran las cruces blancas que señalan las tumbas de los soldados muertos en tierra; al fondo, una gran cruz, una imagen de la virgen y un monumento con los nombres de los muertos en el Belgrano. La emoción se va tornando en dolor, bronca, indignación, por los muertos, por sus familias, por el futuro que no tuvieron. Se cantó el Himno y se rezó un padrenuestro, aparecieron banderas argentinas y las fotos. Me consoló ver que el lugar es hermoso. Está emplazado sobre una loma, el viento es un acompañante eterno que mueve el pasto, unas margaritas muy chiquitas típicas del lugar y los rosarios en cada cruz. Hoy cada una tiene su nombre, yo conocí las placas que decían “Soldado argentino solo conocido por Dios”.
Antes de volver pasamos por Goose Green, el pueblo donde se presentó la rendición. Allí, cuando comenzó la guerra, el Ejército Argentino mantuvo encerrados a sus habitantes en un galpón en calidad de detenidos mientras les decían que venían a liberarlos. La guerra también los marcó, hay un antes y un después para ellos. Tienen un monumento a los caídos en 1982, un busto de Margaret Thatcher, una calle con su nombre. También un museo de la guerra, que no tuve tiempo de visitar. Me contaron que allí se pueden ver las notas que los soldados argentinos dejaban en las casas pidiendo comida. Muchas emociones para un solo día.
Me fui de las Malvinas con la tranquilidad de saber que las islas están atadas al territorio argentino por un cordón umbilical que es la plataforma submarina. Son estos, los documentos escritos en la piedra, los que nos van permitir volver a las Malvinas sin pasaporte. No hay duda.
Publicado en La Nación el 2 de abril de 2018. Si desea ver la publicación original, siga este link.